4 de diciembre de 2014

El templo de San Miguel Arcángel - San Miguel de Abona Parte III

Los fieles de San Miguel optaron por construir
un inmueble mayor a partir de la ermita preexistente
     Al no reproducir lo sucedido en ejemplos como Candelaria o Arafo (pueblos que al tiempo de la declaración de parroquia poseían ya una iglesia en condiciones para el nuevo uso que les fue asignado), la parroquia de San Miguel respondió a una dinámica distinta durante el periodo finisecular. Sus fieles optarían por construir un inmueble mayor a partir de la ermita preexistente, un edificio fundado en el siglo XVII y sin demasiadas pretensiones arquitectónicas. Se requirió, por tanto, el caudal necesario y un adecuado plan de reformas, puesto que la escasez de fondos no permitía alterar proyectos emprendidos previamente o abandonarlos tras su inicio. Las intervenciones previstas estuvieron perfectamente definidas e intentaron configurar un templo que respondiera a soluciones espaciales, dotado de una nave amplia, presbiterio presidido por un tabernáculo y sacristía anexa. Era el modelo ideal para ser desarrollado en las nuevas feligresías de la isla, máxime si tenemos en cuenta que respondía a las expectativas del momento y a las necesidades más urgentes de sus vecinos. De ahí que como resultado los mismos fieles obtuvieran una fábrica con solvencia, útil para las exigencias del vecindario y acorde en todo a las posibilidades con que fueron concebidas. Un rasgo que las suele caracterizar es la tardanza de las obras, por lo que la definitiva conlcusión de sus trabajos no se produjo hasta la segunda mitad del siglo XIX y en un contexto que superaba ya el ideario de Las Luces. Sin insistir demasiado en esa circunstancia convendría llamar la atención sobre la modernidad de sus propuestas iniciales pues, por ejemplo, otras parroquias de la comarca (Adeje y Arico) no fueron intervenidas para acoger en su capilla mayor sagrarios o enseres dedicados a la exposición del Santísimo.

      La primera iglesia que reflejó dichas propuestas en el sur de la isla fue la de San Miguel de Abona. Después de ser elevada a parroquia en marzo de 1796 los vecinos del lugar la dotaron con la imposición de ciertas cantidades sobres sus bienes y con la entrega de 37 pesos corrientes al año, suma suficiente para los requerimientos del inmueble en un primer momento. Con esa medida pretendían garantizar el sostenimiento del culto y acabar con problemas surgidos en la época, cuando su creación generó algunas disputas en la zona. El beneficio de Vilaflor veía reducidos sus ingresos y los habitantes del Valle de San Lorenzo o Ahijadero la posibilidad de erigir en parroquia su antigua ermita, fundada en 1622. Sus pretensiones fueron importantes y en todo un inconveniente para el plan de Tavira, ya que dichos fieles acudieron en 1797 al escribano para estipular una renta superior a la aportada cada año por la incipiente comunidad de San Miguel (60 pesos y 12 fanegas de trigo); y por si fuera poco, en esos años se retomaron viejas aspiraciones que la misma parroquia de Vilaflor tenía sobre los pagos del Pino y Las Vegas.

      Esta conflictividad perjudicaría enormemente a las obras desarrolladas en la iglesia de la zona, por lo que sus principales adelantos se produjeron con posterioridad. La inexistencia de cuentas en esos años impide conocer el avance de los trabajos o el aspecto que ofrecía entonces. Es probable que en ese período (1796-1820) los cortos fondos de fábrica permitieran sólo consolidad su estructura, ampliarla en la cabecera y dotarla con los bienes necesarios para el culto, aunque como sucedió en los casos de Arafo y Fasnia la existencia de los enseres del altar era requisito indispensable para que un edificio alcanzara la categoría de parroquia independiente. En ella se fomentarían las primeras funciones del Santísimo, alentadas siempre por su incipiente cofradía sacramental y por la adquisición de alhajas que posibilitaron desarrollarlas con un lucimiento mayor. Entre otras debía encontrarse una custodia de plata sobredorada, a buen seguro adquirida en México durante el priemr cuarto del siglo XVIII. No obstante, la documentación impide confirmar su presencia en la iglesia en fechas tempranas o demostrar que puede tratarse de una pieza proveniente de conventos suprimidos con motivo de la desamortización.

La feligresía de San Miguel se comprometió
a levantar un edificio capaz y acorde a las
exigencias del momento
        Un estudio de Darias Príncipe insiste en las dificultades que experimentó la obra del templo durante los primeros años de andadura parroquial, confirmando sin querer hipótesis planteadas hasta ahora o la pobreza del lugar a la hora de concebir un plan ambicioso. Así, mientras los vecinos de Arona y el Ahijadero pleiteaban entre sí por validar el derecho a poseer la titularidad de su feligresía, los de San Miguel se comprometieron a levantar un edificio capaz y acorde a las exigencias del momento. Del tema se conoce un expediente donde queda claro lo sucedido y la conveniencia de acometer un proyecto gradual, coherente en todo si atendemos a las dificultades que atravesaban los fieles del lugar en un contexto de crisis generalizada. El problema radicaba en las malas cosechas y en los frecuentes problemas que ello trajo consigo a lo largo de 1801 y 1802, cuando muchos residentes de la comarca abandonaron el vecindario a raíz de una hambruna inesperada. El desamparo fue tal que la familia del párroco José Afonso de Armas tuvo que remitirle fanegas de trigo para abastecer a la incipiente feligresía de su cargo. 
Algunos fieles plantearon la idea de trasladar
el edifico a un enclave próximo,
con el fin de favorecer el asentamiento
de los vecinos alrededor del mismo
      Valorando los pocos recursos disponibles pese a la imposición inicial, el párroco y sus allegados proyectaron un recinto en condiciones que tenía en la cabexera o presbiterio una primera manifestación notable. Ésta debió sumarse al cuerpo de la antigua ermita, a la espera de que infresos posteriores y su puesta a punto permitieran ampliar el cañón de un templo con buenas proporciones. En todo ello se invirtió un total aproximado de 5.000 pesos, cantidad estimable dadas las circunstancias de la zona a la hora de concebir una capilla mayor con hermosura de tamaño y bajo reglas de arquitectura al gusto del día. Sin embargo,esa cita no encuentra relación con la obra levantada a principios del siglo XIX. El nuevo presbiterio fue una fábrica sencilla, acorde en sus componentes a construcciones mudéjares y a la mano de obra disponible (muchos vecinos actuaron como peones y albañiles, enfatizando más si cabe la idea de una empresa colectiva). A los pocos años se habilitó en un lateral una sacristía pequeña y la casa del párroco, sufragadas ambas con limosnas y tributos del pueblo. Concluidas éstas, la dificultad se acentuó porque algunos fieles plantearon la idea de trasladar el edificio a un enclave próximo con el fin de favorecer el asentamiento de los vecinos a su alrededor.

       Tal y como expone Darias Príncipe, el problema surgido entonces era más grave de lo que plantean los documentos investigados. No se cuestionaba la utilidad del presbiterio construido,sino la organización espacial de la localidad en torno a una plaza como centro neurálgico y prescindir así del hábitat disperso que imperaba entre los pueblos de la comarca. Uno de los censores del proyecto afirmaba en 1830 que San Miguel es uno de esos lugares que no podrá ser arruado aunque pasen mil años y las generaciones se sucediesen con la frecuencia de las olas del mar; es compuesto de casas dispersas que no forman lo que propiamente se llaman grupos. Por esta razón buena parte de sus 330 vecinos planteaba mudar el templo a un enclave que poseía mil varas de separación respecto al anterior, llegando a reutilizar materiales del edificio primitivo en la nueva fábrica. Las buenas condiciones de éste (aparentemente un solar céntrico y con mayores ventajas para la cimentación) fueron cuestionadas pronto si atendemos a que las pretensiones de la propuesta eran muchas y se barajó la posibilidad d concentrar una feligresía con límites imprecisos. El concepto de pueblo nunca estuvo claro y contemplaba un término que comprende desde la corriente del barranco de la Orchilla a la Cruz de Jama, y desde el Frontón a las Socas, recto a Aldea que son los marcos de naciente y poniente; y de norte a sur en lo que ocupa una legua rodeada por más o menos descuento. Un estudio del plan convino al poco tiempo de su desventaja y los vecinos construyeron el cañón de su antigua iglesia de inmediato, anexionándolo al flamante presbiterio de principios de siglo.

      Lástima que la documentación de esa etapa era insuficiente y no permita valorar la dinámica de unos trabajos con tanta importancia, ya que el montante recaudado en torno a 1820 era bastante elevado. De hecho, las primeras cuentas que conocemos de la nueva parroquia datan del periodo 1820-1835. Consta que entonces se compraron varios materiales para formar el atrio de la iglesia, construir una sacristía y pavimentar parcialmente el edificio (en esas tareas colaboró activamente el capitán Miguel Alfonso Martínez, quien cedió varias cantidades de dinero para edificar la sacristía). De esa actuación y de los posteriores trabajos en la plaza deduzco que las intervenciones iniciales en el interior de la fábrica habían concluido, aunque todavía hay referencias a ellas en fechas tan tardías como 1824. En un acta plenaria de ese año (de 5 de septiembre) los munícipes de la zona reconocen las calamidades de la población por sus malas cosechas y los muchos donativos destinados a la fábrica del cañón de la iglesia. El balance de su mayordomía también contempla en ese periodo la adquisición de un tabernáculo exento (por valor de 145 reales(, de cuatro retablos para el cuerpo del recinto, tronos portátiles y pilas de agua bendita que debían colocarse junto a la puerta de ingreso, restando sólo la construcción del coro, la torre-campanario y un pequeño baptisterio. Dichos trabajos se demorarían en el tiempo y no pudieron ser concluidos hasta las últimas década del siglo XIX, si bien las intervenciones en la nave principal y sus tejados finalizaron de un modo definitivo en torno a 1842.

       El inventario redactado en 1835 describe la organización del presbiterio y confirma que fue consagrado como espacio eucarístico desde que se produjo la construcción de la capilla mayor. Sabemos que entonces poseía importantes bienes, entre ellos una lámpara de peltre, visos de raso floreado y otros utensilios para celebrar misa con comodidad. Era presidido por un tabernáculo de madera pintada y dorada con un crucifijo sobre su cúpula, algo que sin duda refleja una composición a modo de templete. Además su mesa de altar disponía de frontal e madera pintada, seis candeleros de metal, piedra de ara y una pequeña cruz. Lo curioso es constatar que no existía allí retablo ni hornacinas laterales, por lo que todas sus esculturas (incluyendo entre ellas la del patrón San Miguel) eran veneradas en los altares construidos en la nave de la iglesia. Desconocemos si esta medida se debe a un plan premeditado o a la escasez de medios que impedía construir un retablo de enormes proporciones en el presbiterio, ya que la situación cambiaría al poco tiempo y suscitó un debate de mayor complejidad.
Fotografía del antiguo retablo
       Después de concluir las obras en la estructura arquitectónica el objetivo de los fieles fue la planificación de un retablo en el altar mayor, donde -afirman- pudieran colocarse nuestras imágenes principales. Entre 1842 y 1845 las cuentas aluden a su ejecución por los maestros Casanova y Rodríguez Marrero, quienes emplearían en él madera de pinsapo y otros materiales. El resultado debió ser atractivo en todo, pues que un inventario de 1880 lo describe con detalle: un altar con tabernáculo de madera, sobre el que se halla una cruz pequeña de plata. También disponía de una fe y cuatro evangelistas, las primera colocada en la parte superior de la orla y los restantes en cada uno de dichos extremos. En el nicho del lado derecho se halla el arcángel San Miguel y en el izquierdo está colocado San José con el Niño. 

      Se intuye que con estas obras no se anhelaba un retablo propiamente dicho, sino que más bien se produjo la composición de lo ya existente. Remodelarían el tabernáculo anterior (al que completaron con representaciones figurativas) y dispusieron las principales imágenes en las hornacinas del retablo. Ese hecho permitió que el presbiterio del templo perdiera el anterior sentido eucarístico, tan del gusto de la espiritualidad ilustrada y común a varias parroquias del sur, ya que, entre otras, la de Granadilla dispuso de un tabernáculo en su retablo mayor antes de 1813. Al dar cabida a las principales imágenes en la capilla se alteraba su sentido original. Dicho retablo fue sustituido por el actual (1922-1936).

Fuente: II Jornadas de Historia del Sur de Tenerife

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